El Miércoles de Ceniza, cuya liturgia está históricamente marcada desde el comienzo de la penitencia pública, que tuvo lugar en este día, y por la intensificación de la educación de los catecúmenos, que debían ser bautizados durante la Vigilia Pascual, ahora abre el tiempo saludable de la Cuaresma.
El espíritu comunitario de oración, sinceridad cristiana y conversión al Señor, que proclaman los textos de la Sagrada Escritura, se expresa simbólicamente en el ritual de cenizas esparcidas sobre nuestras cabezas, al cual nos sometemos humildemente en respuesta a la palabra de Dios. Más allá del significado que han tenido estas costumbres en la historia de las religiones, el cristiano las adopta en continuidad con las prácticas expiatorias del Antiguo Testamento, como un «símbolo austero» de nuestro viaje espiritual, a lo largo de la Cuaresma, y para reconocer que nuestro el cuerpo, formado de polvo, volverá como tal, como un sacrificio hecho al Dios de la vida en unión con la muerte de su Hijo Unigénito. Es por eso que el Miércoles de Ceniza, como el resto de la Cuaresma, no tiene sentido en sí mismo, sino que nos lleva de vuelta al evento de la Resurrección de Jesús, que celebramos renovados internamente y con la firme esperanza de que nuestros cuerpos se transformen como el suyo.